sinplan

Recetas fáciles. Una novela. Un restaurante: "EL cartero llama dos veces". Listas de ingredientes y forma de preparación. Un amigo de la infancia y socio. Un griego muerto. Una mujer con dinero. Un ex actor porno. Un sicario. Cocaína y otras drogas. Un plan.

9.12.14

El cangrejo.


Diciembre de 1989. Un auto para de golpe en la destruida costanera de la ciudad. Un hombre joven baja apurado, tira de una de las puertas de atrás y ayuda a dos chicos a descender. Los lleva hasta la costa, les pide que se sienten en un escalón, se queden mirando el río, y  no se den vuelta hasta que el regrese.
Marcos tiene siete años y Julieta tres. Miran el río: un caldo marrón que baja desde el Amazonas arrastrando enormes camalotes.
Apenas el auto arranca Julieta no hace caso y se da vuelta unos segundos. Luego vuelve a mirar el agua, se pone las manos entre los muslos y suspira.
Marcos se da vuelta justo cuando el auto está regresando marcha atrás a toda velocidad. Se le congela la sangre.
El conductor baja una ventanilla y lo llama. Marcos camina hasta el auto con la cabeza gacha pero con los puños apretados. El tipo le da una bolsa de papa fritas empezada y una botella de plástico con agua hasta la mitad.
Mientras Marcos vuelve a la posición junto a  su hermana, el conductor mira hacia todos lados para asegurarse que nadie lo esté viendo. Saca un papel brillante con cocaína y toma ayudándose con  la llave del auto. Guarda el papel, enciende el motor y se va. 
Son las siete treinta de una mañana un poco fría para la altura del año. Marcos abraza a su hermana.
Son las nueve y aún no hablaron, no dejaron de mirar el río, y no tocaron la bolsa de papas fritas ni tomaron un sorbo de agua.
Son apenas pasadas las nueve cuando Julieta abre la boca para bostezar y decir que al novio de mamá no lo quiere nada, ni siquiera un poco por las papas y el paseo en auto.
Marcos no le presta atención. Un cangrejo rosado está saliendo del agua para tomar unos segundos de sol en la arena. Cuando se vuelve a meter al agua y desaparece Marcos mira a su hermana.  Quiere tratar de explicarle algunas cosas que apenas entiende pero no lo hace, se queda callado.
El sol comienza a picar, se sacan algo de ropa y pasean por la costa sin alejarse demasiado del punto donde fueron dejados. El paseo fue destruido hace poco por una inundación. Saltan entre bloques de cemento y bolsas de arena.
Pasa muy lento un bote de pescadores a motor. Los tripulantes levantan la mano. Marcos los saluda y se queda mirando el bote hasta que se pierde en una curva del río.
A las doce del medio día organizan el almuerzo. Extienden el abrigo de Marcos sobre un bloque de cemento y hierros retorcido. Apoyan allí el paquete de papas y el agua. Almuerzan despacio, con las manos sucias de haber arrojado piedras al río durante una parte de la mañana.
Comienzan a llegar grupos de jóvenes. Algunos se instalan sobre una pendiente de pasto para pasar la tarde al sol. Otros se quedan sobre la acera de cemento al resguardo de los árboles. Pasan chicos de la mano de sus padres. Pasan un par de policías a caballo. A Julieta le gustan los caballos pero les asuntan los policías. Llegan los vendedores de globos y de golosinas. El aire comienza a llenarse de olores y sonidos que a Marcos y a Julieta les hace recordar a su madre, a su padre, y a otros días de paseo. El vendedor de pochoclos enciende la máquina. El disco plateado comienza a girar lentamente. Los granos de maíz se calentaran y explotaran para convertirse en maravillas. Y en un rato Julieta desaparecerá para siempre. 


 Es abril de 2002 cuando Marcos regresa de uno de sus viajes. Está sentado en una mesa con una mujer no tan joven, de pelo corto muy rubio. Le parece extranjera, de Europa del este, y de otra época, no muy lejana, los ochenta tal vez. Sospecha que no habla castellano y que está drogada. Lleva puesto un tapado de piel, un collar de perlas falsas, y tiene olor a ropa guardada durante mucho tiempo en un mueble húmedo. Bebe de su copa y mira a Marcos a los ojos.
El está vestido con una campera liviana y una remera que no reconoce. Se siente sucio y cansado pero está acostumbrado a sentirse así cuando regresa. Ya es algo familiar, sentir el polvo del camino en su pelo, los pies al rojo vivo, los labios resecos y la boca pastosa.
Mira a su alrededor tratando de reconocer el lugar. A simple viste calcula que se trata del restaurante de un viejo hotel sindical venido a menos, o del comedor de un club social que no fue remodelado en años. Ya tendrá tiempo de averiguarlo. 
Llega el mozo y deja delante de la mujer un plato enorme con un cangrejo gigante y rosado.
Después le sirve a Marcos un trozo de carne de unos cinco centímetros de ancho por diez de alto, acompañado de un puré humeante.
La mujer mira su plato y se larga a llorar desconsoladamente.
Antes de irse el mozo le hace un gesto a Marcos. No entiende bien, pero cree que le pregunta si necesita algo más. Supone que se refiere a la comida, pero que también se ofrece a hacer algo por el estado de su compañera.
Marcos le hace unas señas muy educadas para indicarle que está todo bien por el momento. 
Toma los cubiertos y se coloca la servilleta en la falda. Aún no sabe que está haciendo en ese lugar ni cómo llegó hasta allí, ni por qué llora su acompañante. Pero cortando la carne y viendo su interior rojo y tibio, decide que va a comenzar a averiguarlo luego de llenar su estomago. No es la primera vez que le sucede algo así y sabe que no va a ser la última.
La mujer deja de llorar y también toma los cubiertos.
 Perdón, pide secándose las lagrimas y los mocos con las mangas de su tapado de piel. Habla castellano pero con un acento extraño.
Comienza a pelear contra el enorme cangrejo y dice:
Es una gistroria muy triste la que me acabas de contrar.
 Marcos la observa arrancar una de las pinzas del cangrejo. Sabe que no va a recordar jamás los detalles de la historia que le acaba de contar, pero está volviendo a ser Marcos lentamente y entonces se la imagina: Su madre tirada en un sillón, el asesinato de su padre, el último almuerzo con Julieta, el sol sobre el río, el vendedor de pochoclos…
Ruega tener su vieja mochila en algún lugar. Busca sobre las sillas vacías a su lado y la encuentra pero no la toca. Sabe que allí deben estar sus cuadernos con mapas, anotaciones, direcciones, recortes de diarios. Más tarde tendrá que repasarlo y tomar nuevas notas. Ha retrocedido unos metros en estos últimos borrosos días, pero tiene que seguir avanzando.
Se lleva un trozo de carne a la boca y lo disfruta de una manera que no podría explicar con palabras de ningún idioma.
La mujer  se vuelve a sonar la nariz con la manga de piel y se ríe al ver que su compañero está hambriento.
Me estoy enamorando, se dice en su idioma. Habla castellano pero piensa y se enamora en su idioma. También piensa:
Cómo no me voy a estar enamorando de alguien que me acaba de contar una historia así, si siempre me estoy enamorando.
Se limpia la boca con la parte superior de su mano derecha y dice:
Creo que conocí a tu germana, hace un tiempo ya, en Hungría a principio de los novrenta.
Marcos vuelve a cortar un trozo de carne pero no se lo lleva a la boca. En cambio mira nuevamente el salón.
En otra mesa una mujer enciende un cigarrillo y  el humo se mezcla con los vapores que vienen desde la cocina. Le dan ganas de fumar pero prefiere meterse en la boca el bocado de carne que cuelga de su tenedor.
Su compañera sigue en su extraño castellano:
Trabajamos juntas en una película, géramos muy jóvenes y muy boenas. Mi nombre para el cine era Eva, y así me gusta que me llamen.
Eva aparta a un costado el cangrejo, termina su vaso de un  trago y sigue:
Es más, compartimos una escena con tu germana: Julieta, yo, y un actor porno español que olía a ajo y un poco como este cangrejo.
Se ríe fuerte. Pero enseguida se da cuenta que su compañero continúa serio. Esto la hace sospechar que no es un buen método de seducción el que está empleando. O sí, no lo sabe. Vienen de lugares muy diferentes.
La mujer fumadora apaga su cigarrillo en un plato que  tiene restos de aceite. Ahora el aire huele de una manera que a Eva le recuerda el interior de una iglesia ortodoxa.
Se pone a pensar en que no está bien mentir, que mentir es un pecado. Pero se tranquiliza diciéndose en su idioma:
Salvo que sea un acto de amor.  
Se queda callada, mirando a Marcos: el pelo revuelto, la piel curtida del camino, la actitud de rey sin trono, de actor duro de otra época. Las drogas de los últimos días, y el enorme cangrejo rosado sobre el plato, hacen que Eva sienta unas ganas terribles de levantarse y besar a su compañero. Pero vuelve a hablar:
La última vez que vi a tu germana estaba feliz. Había decidido dejar el cine porno y aceptar la propuesta de un director de  los Gestados unidos para actuar en una película de terror.
Marcos siente unas ganas enormes de pararse y pedirle un cigarrillo a la mujer de la mesa de al lado pero no lo hace.
En cambio le dice a Eva que necesita ir al baño.
Se levanta de la silla como si fuera el rey desclasado que Eva imaginó, pero  que no puede obviar las necesidades de cualquier mortal.
En el camino se cruza con un hombre mayor que arrastra los pies para caminar y va mirando el piso.
Le pregunta si le puede hacer una pregunta.
El tipo dice sí con la cabeza.
Dónde estamos, dice.
El tipo sigue su camino sin contestarle.
En el baño encuentra a alguien más joven que está llenando una botella plástica con agua de la canilla. Después de dar vueltas hablándole de cualquier cosa, Marcos se entera que está en Uruguay, pero no logra saber en qué ciudad exactamente. De todas maneras cualquier parte de ese país queda bastante lejos de su ciudad en Argentina, y no tiene idea de cómo llegó hasta allí.
Cuando vuelve a sentarse a la mesa Eva está fumando un cigarrillo. Le pide uno con un gesto que traspasa todas las fronteras. Mientras lo enciende ve que los vasos están vacios. Llama al mozo varias veces mientras fuma. Sin suerte. El mozo  está muy ocupado recogiendo platos y vasos de las mesas para poder verlo, o finge no verlo.
Este lugar es una mierda, dice Eva dando muestras de sus avances con el castellano. Pero hasta esto puede ser un paraíso tremporal para el que viene de un lugar mucho preor, aclara en voz baja.
 Eva recorre con sus ojos azules cargados de maquillaje corrido el salón repleto, y dice también en voz muy baja y acercándose un poco a Marcos:
O un hogar para quién que no tienen drónde ir.
Marcos mira a Eva pero no la está escuchando. Piensa en su padre extranjero,  y en  una mujer que conoció que hablaba siete idiomas y dos lenguas muertas. También piensa en lo mal que estuvo su padre en no enseñarle su idioma antes de dejarlo solo con su madre y su hermana.
 Busca un cenicero pero no encuentra. Apaga el cigarrillo en el piso, enojado con el servicio.
 Interrumpiendo a Eva, que trata de seguir mintiéndole con un fin tan personal como humanitario, dice nervioso y levantando un poco la voz:
Cuando te arrancan tu lengua nativa, fuiste. Vienen otros y te quieren programar. Como hicieron con los aborígenes. Si les sacas la lengua los dominás, los desconectás y les robás todo.
El mozo le hace señas a otros dos para que estén atentos.
Marcos cierra los ojos:
Pedro llama a copo de nieve. Las otras cabras beben de una fuente de agua clara. Heydy llora apoyada en un árbol y un enorme perro, que tiene su barbilla apoyada en una piedra, la mira. Pantalla negra de golpe. Marcos mira su propio reflejo en la pantalla. A su madre le molesta la tele encendida. Julieta aún está dentro de la panza de su madre haciendo que esta no pueda hacer otra cosa más que vomitar y decir malas palabras. Su padre camina con el teléfono en la oreja los metros que el cable le permite.  Habla con un tipo con el que tiene problemas de dinero. Grita y lo desafía a encontrarse en un lugar neutral. Cuelga y se mete en el cuarto. Sale con un revólver y un machete. Corre a la puerta, sube al auto y se va para siempre. La madre entra al baño. Marcos enciende el televisor nuevamente y su reflejo desaparece de la pantalla.

Marcos vuelve a la mesa con Eva. Las luces del salón parpadean. Afuera ya es de noche, lo puede ver por una ventana pequeña, redonda, y alta. Se da cuenta que todos en el salón están fumando. En una mesa cerca de la cocina un mozo vestido de blanco arma cigarrillos para el que quiera.
Eva busca  un puñado de armados sin filtro. Enciende dos y le pasa uno a su acompañante.
Marcos se para y dice:
Mi padre era el hombre más rico y poderoso de la tierra pero cayó en un lugar donde le fueron exprimiendo el cerebro lentamente, hasta que lo mataron como a un perro. Y se quedaron con todo lo que tenía.
Eva  cariñosamente lo obliga a sentarse. Le revuelve más el pelo, lo besa en la mejilla, acerca una silla y se sienta a su lado.
Los dos miran como los demás van corriendo las mesas y las sillas a un rincón.
Creo que hoy va a ver otra fiestra, dice Eva.
Marcos busca su cuaderno en la mochila y anota algo. Dice al terminar:
Los cangrejos deben ser un gran negocio. Un rubro sin riesgos y grandes ganancias.
Eva, que lleva varios años recorriendo Sudamérica, piensa que Marcos se equivocó de rumbo. Debería haber ido hacia el pacifico, a Chile, donde ha visto bellos marineros bajar de los botes con canastas repletas de Cangrejos inquietos.
Pero no le dice nada sobre el tema, quiere que se ponga bien.
En cambio le pregunta si sabe bailar.
Marcos le contesta que no con la cabeza y guarda su cuaderno de notas.
Por fravor, le insiste Eva.
Marcos se ríe apenas y vuelve a contestar que no con la cabeza.
Ya hay gente bailando y alguien dejó una bolsa con disfraces en el medio de la pista.
Por fravor bailemos, vuelve a decir Eva.
Algún día, sigue Marcos, voy a recuperar todo lo que me sacaron.
Se para de la silla pero enseguida queda paralizado. Ve al cangrejo bajar de la mesa descolgándose por el mantel, y apoyar su panza donde alguien derramó algún líquido viscoso. Se toma la cabeza.
Conocí a tu Padre, dice Eva tratando de recuperar la atención de su compañero de esa noche.
En un cabaret de Santiago de Chile, le aclara.
Marcos enciendo otro de los cigarrillos de la pila que Eva dejó sobre la mesa.
Tu padre era generoso y un gran amante.
Ya lo creo, le responde Marcos.
Pero también un gran bailarín, dice ella mientras se para, le toma la mano y lo levanta de la silla.
Marcos se deja llevar por el salón hasta el lugar donde varios arrastran sus pies mientras tratan de seguir el ritmo con el resto de su cuerpo. Las luces parpadean. Todos fuman. Los mozos y los cocineros salen a ver el espectáculo.
Marcos y Eva comienzan a bailar tomados de una mano. Eva cada tanto se estira y se enrolla como un yoyo luminoso. Marcos, lejos de poder seguir el ritmo, se dedica a tocar su propio cuerpo con la mano que le queda libre, tratando de reconocerse. Entonces encuentra una etiqueta colgando de su ropa y lee: Psiquiátrico público de Montevideo. 

Las luces y los colores naturales del paseo costero variaron. Los pochoclos comienzan a explotar y a caer de la fuente giratoria como si fueran copos de nieve. Julieta los mira maravillada, no puede creer que algo así este pasando fuera de la televisión. Se acerca y el vendedor le regala un puñado que apenas cabe en su mano. Marcos la sigue unos pasos atrás pero luego se distrae fatalmente por primera vez, y allí comienza su largo viaje.
                                                                                                                                     Fin 






11.10.09

terrazas repletas de ropa secandose al sol

Antes de volver a casa llamo por teléfono a Verónica desde un bar donde desayuno un café enorme con dos medialunas. Cuando Verónica atiende lo único que hago es quedarme callado sin saber qué decir. Pero ella insiste: quiere saber quién está llamando. Por fin le digo que me alegra saber que no se unió a la moda de los suicidios. Se ríe y me agradece la preocupación. Le cuento lo de la caída y me demuestra que está preocupada y siento ganas de que me invite a su casa, pero no lo hace. Entonces le pregunto si puedo pasar un rato a tomar un café. Me pregunta si recibí sus mensajes. Le digo que sí, pero que no podía aceptar sus invitaciones porque estaba trabajando en el libro de siempre y en una crónica sobre los suicidios para una editorial muy importante. Me pregunta si estoy enojado con ella. Le contesto que unos días atrás sí estaba enojado, pero que después del golpe entendí algunas cosas. Nos reímos.

Son las doce del mediodía cuando entro al departamento de Verónica.
Son las doce quince en el reloj de la mesa de luz, cuando estamos fumando tirados en la cama.
Son las doce y veintidós en el reloj de la mesa de luz cuando le estoy sacando la ropa de entre casa que tiene puesta: un short rojo, una musculosa amarilla, no lleva corpiño. Está tan quemada por el sol que cuando queda completamente desnuda parece que todavía tiene puesta la ropa interior. Como antes que yo llegue estuvo en el balcón arreglando unas macetas y tomando sol, su piel está aceitosa por el bronceador y tiene un olor que me gusta y que me hace acordar a otros veranos, pero a ninguno en especial.
Verónica me baja el pantalón y los calzoncillos y, sin sacarme la ropa del todo, deja de contarme sobre el suicidio de Imabel. Enciendo el ventilador tratando de no interrumpirla en nada, y vuelvo a pensar en la crónica sobre los suicidios y en la cantidad de cosas que me distraen todo el tiempo. Trabajo un rato para la crónica: Imabel era la única hija de un escritor de novelas policiales al que conozco desde hace algunos años, cuando leí su único libro editado y quise conocerlo y toqué el timbre de su casa y ya tenía un whisky en la mano. Eran las once de la mañana de un día de semana muy frío.
Besando la boca de Verónica pienso en si alguna vez voy a ser capaz de escribir una crónica seria sobre los suicidios.
Nos vestimos a medias y salimos al balcón. Verónica me cuenta que hasta ahora solo perdió a esa amiga - se refiere a Imabel -, que su viejo la llama todo el tiempo desde que aparecieron las noticias de los suicidios para ver si está bien, que su madre se fue a vivir a Venezuela con un tipo y que ya no llama, que la semana que viene es su cumpleaños, y que piensa llegar a los diecinueve. Nos reímos.
De pronto me siento un poco mejor, trabajando otra vez para el libro. Miro la ciudad desde ese séptimo piso: los demás edificios, los techos de las casas bajas ardiendo, las calles desiertas a esa hora, el río de fondo que se ve claramente, sin esfuerzo, desde el lugar donde estoy sentado.
Verónica vuelve de la cocina con un vaso de Sprite con hielo y se sienta en mis rodillas. Tomo un trago y le devuelvo el vaso.
Me pregunta si realmente no estoy enojado por lo del malabarista. Le contesto que la verdad es que no, que los malabaristas no me caen bien pero que ese parece un buen tipo, y que ella puede hacer de su vida lo que le dé la gana. Me dice que le parece que sí estoy un poco enojado, y que le gustaría que esté un poco enojado. Le digo que sí estoy un poco enojado, pero que vengo de salvar mi vida por milagro y que estoy viendo las cosas un poco distintas, y que además tengo que trabajar para una editorial importante.
Son las dos cuando estamos dentro de la bañera besándonos y, como no es muy grande, no queda otra que estar uno encima del otro todo el tiempo. Hacemos el amor bajo el agua que tiene una película de aceite en su superficie por culpa del bronceador que despidió su piel.
Volvemos a la cama. Estoy cansado, un poco por la caída libre y otro poco por la siesta con Verónica. Nos dormimos desnudos con el ventilador encendido.
Cuando nos despertamos en el cuarto hace más calor que antes. El sol giró y calentó la pared que está al lado de la cama.
Salimos al balcón, donde ahora hay sombra, y destapamos una cerveza. Aprovecho el frío de la botella y la coloco sobre una mancha negra en mi espalda, que no me duele tanto, pero molesta. Como sólo lo soporto unos segundos me doy cuenta de que lo que necesito es otra cosa. Entro al baño y saco varias aspirinas del botiquín y vuelvo al balcón y las bajo con un trago de cerveza, mirando la ciudad y el río de fondo, y pensando en que tengo que empezar a trabajar seriamente para la crónica de una vez por todas.

8.10.09

Carmen llamalo.

Es mediodía, estoy solo. Vengo de varias noches soñando cosas que pudieron haber ocurrido hace unos años, en otra ciudad; pero esto es solo una sospecha, ya que no recuerdo los sueños con claridad al despertar.
Esta mañana, Luciana no estaba de muy buen humor. Durante un rato no supe bien porque, hasta que me confesó que anoche volví a nombrar a Carmen.
Luciana no sabe casi nada de Carmen, Carmen no sabe nada de Luciana, yo se algo de las dos, y no se nada de Carmen en este momento.
Carmen, llamálo. Dice Luciana que dije.
Era temprano y estábamos desayunando en el patio. El calor acaba de llegar a la ciudad y eso no es poco. Faltaba un buen rato para que Luciana se tenga que ir a trabajar, así que, acomodándome en la reposera, comencé desde el principio:
Odiaba la ciudad donde vivía cuando conocí a Carmen. Fue un accidente ya que casi me estaba yendo. Tenía mis cosas preparadas en un par de bolsos y varias cajas. No quería seguir viviendo en esa ciudad por nada del mundo.
Mandé a la mierda el trabajo, abandoné la casa tomada que compartía con unos artistas peruanos. Me fui a vivir con Carmen, pero deje mis cosas embaladas en un rincón del living.
Esto no le gustó nada a Carmen. Fue una de varias cosas que no le gustaron.
Un par de semanas después, mientras Carmen no estaba en casa, metí todo en un taxi, y me fui de la ciudad sin avisar.
Estuve solo un tiempo, viviendo en lo de mi vieja A veces, planeaba viajar y visitar a Carmen, pero nunca lo hice.
Conocí a Luciana. Se puede decir que no nos separamos desde el primer momento, que casi no dormimos solos ni una noche; salvo una en la que ella tuvo que arreglar algo con su antiguo novio. Noche que duró casi un mes, pero que no viene al caso.
Al tiempo de vivir con Luciana empecé a viajar por trabajo. No eran viajes largos: salir a la mañana y volver a la noche.
En uno de eso viajes pare en una sheel a tomar una cerveza y comer algo. Llovía. La ruta estaba imposible de transitar sin tener los pelos de punta.
En una mesa cercana había una persona que conocía pero no podía recordar de donde.
Al rato esta persona se acercó. Tenía el mismo problema: me conocía pero no sabía de donde. Lo invité a sentarse. Vimos posibilidades hasta deducir que nos conocíamos gracias a Carmen.
Le pregunté si sabía algo de ella.
Me contó que Carmen había dejado su trabajo, que había tenido un hijo con un tipo que tenía esposa e hijos, que el tipo no había aceptado al niño, y que todo había terminado en un juicio, pruebas de ADN, y visitas periódicas de Carmen al psiquiatra.
Le pregunté si tenía forma de comunicarme con ella.
Al rato tomó lo que le quedaba en el vaso, se paró y se fue.
Me quedé viendo como el auto se perdía en la lluvia, con un papel donde estaba escrito el teléfono de Carmen en la mano.
Cuando volví a la ciudad todavía llovía. Cuando entré a casa Luciana no estaba. Me senté en el sillón y marqué el número de Carmen. Me atendió un contestador. Era la voz de Carmen, pero algo le había pasado a su voz en este tiempo.
Al día siguiente, transitando una ruta tranquila, soleada, y rodeada de campos recién regados por la lluvia del día anterior, volví a intentar. Atendió Carmen. Su voz seguía como en el contestador.
Me contó que había tenido un hijo.
Le pregunté cómo se llamaba.
Me contestó que le había puesto mi nombre. Se rió nerviosa.
No me dio detalles de juicios, ni de exámenes de ADN, ni nada de eso.
La felicité.
Me explicó, que había dejado el departamento donde vivimos ese par de semanas. El nuevo departamento era algo chico, un piso siete. Para ella y su hijo era suficiente...
Tomé la costumbre de llamarla casi todos los días, mientras Luciana no estaba o cada vez que me aburría viajando.
Cuando Luciana estaba, me dedicaba a estar con Luciana. A hacer el amor, cocinar, ir hasta el río...
Me olvidaba completamente de Carmen, de su voz entrecortada de ahora, de su hijo gritando cerca del teléfono, de cómo se vería aquella ciudad desde ese piso siete.
A medida que las conversaciones telefónicas con Carmen avanzaron, su voz comenzó a mejorar y su humor también.
Me asusté. Entendí que lo que estaba haciendo no estaba bien. De la misma manera como me fui un día sin avisar, dejé de llamar.
Después de una semana estaba un poco preocupado por Carmen, así que volví a llamar. Tenía la intención de avisarle que no iba a hablar tan seguido, pero que cada tanto lo iba a hacer para saber como andaba.
Eran las seis y treinta y cinco de un viernes de primavera. Faltaban tres días para que comience el verano y muy poco para navidad. La voz se oía peor que nunca, arrastraba las palabras.
Me pidió enseguida que vaya a visitarla y a conocer a su hijo.
Le contesté que no me paresia buena idea.
Nos quedamos callados un momento.
Para cambiar de tema le pregunté como andaba el chico.
Me contestó que su hijo jugaba en el balcón en ese momento... Estaba aprendiendo muchas cosas rápidamente. Como decir algunas palabras, y treparse a las sillas y a la cama.
Se quedó callada.
Me quedé pensando.
En cambio a mí, cada vez me cuesta más trabajo levantarme del sillón y de la cama, dijo Carmen. Ya no tengo ganas de hacerlo.
nos quedamos callados de nuevo.
Carmen, llámalo, le dije.
Me gustaría mucho que vengas a visitarme, contestó.
Le volví a decir que no me parecía buena idea por ahora.
Demoró en contestar el tiempo necesario para dar una pitada a su cigarrillo, soltar el humo, beber un trago de lo que estaba tomando. Sentí los hielos chocar contra el vidrio del vaso pero no entendí la respuesta. Fue algo sin sentido, arrastrando las palabras más que nunca. Me agarré la cabeza y dije:
Carmen, no lo dejes jugar solo ahí, llamálo.
Segundos después sentí un grito que no puedo olvidar.
El teléfono de Carmen quedó seguramente sobre la alfombra o colgado del cable.
Sentí puertas, más gritos, corridas, bocinazos, y por último, al rato, la sirena de un ambulancia.
Esta mañana, cuando terminé la historia, Luciana se había terminado su café con leche pero no había tocado el pan tostado. Tenía los ojos con lágrimas. Estamos esperando un hijo.

11.6.09


“La novela es autobiografía mal catalogada. La novela venga la arena que te han echado a la cara y otros traumas más largos y duraderos”. James Ellroy

20.5.09

Fragmento de "El Plan"






5 Exterior: día. Portón de la casa de Chica 1
y Jorge.

Chica 1 le abre el portón a Chica 2. Se saludan. Caminan un trecho hasta la casa. Van hablando. La cámara las sigue por la espalda.

Chica 2: ¿qué te pasa?

Chica 1: Jorge mató al gato.

Chica 2: ¡Que hijo de puta!

Chica 1: Fue sin querer. Lo aplastó con la rueda del auto.

Chica 2: Pobrecito. Era tan joven. No somos nada, boluda.

______________________________________________________________________

6 Interior: día. Casa de Chica 1 y Jorge.

Entran a la casa. Se sientan en el piso del living. Se ven muchos frascos con hierbas y otros con líquidos de colores. Hay varios sahumerios prendidos que despiden un humo importante. Detrás de donde se sienta Chica 2 hay frascos en cantidad. Se ven algunas cosas de bebé también, pero el niño no está a la vista.

Chica 2: (sentándose, insiste) pobrecito, solo le faltaba hablar.

Chica 1: Era muy inteligente.

Chica 2: (acomodándose) Estoy hecha pelota.

Chica 1: Yo también. Pero ya me hice un cóctel de yuyitos.

Se miran y se ríen.

Chica 2: Anoche estuve trabajando en la fiesta del Griego. Hice algo de malabares con fuego.

Chica 1: (está armando un porro) (un poco indiferente) Qué bueno.

Chica 2: El Griego está loco, se gastó una fortuna. Había varios famosos.

El humo de los sahumerios se funde con un flash de la noche anterior:

Se ve a Chica 2 haciendo malabares.

Voz en off de Chica 2: Había un tipo. Me miraba.

Se ve al Guionista de TV detrás de Chica 2, mirando su trabajo. Está apoyado en una columna. Se ven otras personas y pasa un mozo. Se escucha música al ritmo de los malabares.

Voz en off de Chica 2: Después estuvimos hablando un buen rato, está parando en la casa del griego.

Se los ve apoyados en una barra. Beben de vasos largos con sorbete y sombrillita. La cámara los toma de lejos a través de gente que baila y charla. Todos tienen su vaso. Pasa un mozo con bandeja.

Voz en off de Chica 2: Es escritor y escribió varias cosas para la tele. Muy exitosas. Le conté que actué en algunas obras de teatro. Me pidió el teléfono. Me contó que está trabajando en una tira para la televisión mexicana.

Se funde nuevamente con el humo de los sahumerios de la casa y el que despide el porro que están fumando.

Chica 2: (sonriendo) En lo que está escribiendo hay una chica que hace malabares.

Chica 1: Creo que te quiso coger.

Chica 2: ¿Vos decís?

Entra Jorge a la casa. Saluda a Chica 2. Deja la cerveza en una mesita y la destapa. Se sienta al lado de Chica 1 y le da un beso.

Chica 1: Vos no tuviste la culpa.

Jorge: Me olvidé de fijarme. Me colgué.

Chica 1: Ya pasó… (señala a Chica 2 con la cabeza) Conoció a un tipo que escribe cosas para la tele. Tiene un trabajito para ella. Donde hace de ella misma: fuma porro todo el día y hace malabares (se ríe)

La cámara lo toma también a Jorge, pero este no se ríe.

Chica 2: (se está riendo) Si, y pasa algo muy gracioso. También están ustedes en el guión.

La cámara toma a Jorge y a Chica 1 mirándola y bebiendo un trago de cerveza al mismo tiempo.

Chica 2: Hay una bruja que medica con los yuyos que encuentra (señala los frascos que hay detrás de ella). Hay un tipo que limpia piscinas. (Sonríe y señala a Jorge) y seguro debe estar mi maridito por ahí, cortando el césped.

No es gracioso. Estamos todos. Qué casualidad.

Plano de Jorge y Chica 1. Jorge está serio. Paralizado.

Chica 1: seguro que nosotros somos más bizarros que nuestros pares de la tele.

Chica 2: (se está riendo, pero se pone seria para seguir) También me contó que hay un perro que es muy inteligente y práctico. A diferencia de los demás personajes (se ríe). No habla, pero se pueden escuchar sus pensamientos. Es el que la tiene clara. (La cámara se empieza a acercar) El que te va dando pistas. Porque hay algo raro, turbio. Algo que pocos saben que va a pasar. Un plan secreto.

Toma su vaso. Bebe un trago. Enciende un cigarrillo. Levanta la vista para mirar a los otros.

Chica 2: ¿Y Jorge?

Chica 1 mira hacia los costados buscando a Jorge. Levanta los hombros, diciendo con esto que no tiene idea.

25.12.06

No solo Santa claus puede visitarte esta noche.
Feliz navidad chicos.

Véase:
Moreno, Maria. El petiso orejudo. Buenos Aires: Planeta, 1995.


20.12.06







La realidad nunca se presenta como un
todo ordenado, si no como un caos fragmentado
que nos envuelve y arrastra a su paso.

12.12.06

Más recetas



"Llegó la hora de elegir un par de camareras para el restaurante. Era necesario para continuar con el plan. Pusimos el aviso. Se formó una línea única en la calle que se abría en dos dentro de salón. Una fila llevaba a Pedro, la otra a mí. A media mañana El cartero llama dos veces olía a perfumes de todo tipo. Relatos, problemas, y sonrisas. Novios que se fueron. Hijos en edad escolar. En busca del primer trabajo. Amplia experiencia en el tema. Un ex jefe nazi. Me cansé enseguida. No me gustó el trabajo.
Le avisé a Sandro que salía un rato. Quedó a cargo de mi fila de camareras.
Pasé por la puerta de la pizzería de René. Estaba cerrado todavía. Seguramente la mujer de René se había retrasado buscando a los chicos en la escuela y llevándolos a la casa de su madre. Los primeros días sin René fueron duros para ella en el negocio. Ahora, salvo por alguna demora de minutos en abrir, la pizzería funcionaba perfectamente. Una semana atrás la había mandado a Stella para que la ayude con las masas y las salsas. Fue un acierto. Stella se convirtió en socia y amiga de la mujer de René enseguida. Incorporó sus empanadas al menú. Fueron un éxito desde el primer momento. En la zona estaban cansados de las empanadas industriales. Y no se puede comparar: una empanada descongelada y metida en un microondas, con una amasada por una ex actriz porno, con un relleno jugoso y un poco picante, y bien dorada por fuera en un viejo horno de pizzería.
El éxito del negocio de René, sin René, no me molestaba. Al contrario, me alegraba por la mujer de René y el futuro de los chicos. Y por Stella, que había encontrado algo que le gustaba hacer más que quedarse en casa con los gallos de riña.
Volví sobre mis pasos. Me paré frente al restaurante en la vereda contraria. El sol cortaba el frente transversalmente en dos partes exactamente iguales. Un artista había trabajado en los vidrios el día anterior. Ya se podía leer en ellos el nombre del restaurante. Al diseño le había agregado, a pedido nuestro, un sombrero y una cabellera rubia. Miré a los que pasaban por la puerta de mi restaurante. Eran pocos los que prestaban atención a los cambios. Casi todos iban apurados. Salían o entraban al banco. Miré el banco. El sol le daba en todo su frente, ninguna sombra le molestaba. El aire acondicionado, desde el techo, producía una llovizna casi imperceptible. Entré.
Una de las empleadas me sonrió. Tenía un par de aros enormes colgando de sus orejas. Nos habíamos visto en la calle un par de veces.
Me preguntó por El cartero llama dos veces. Me sorprendí. Me puse un poco paranoico. Recordé que el vidrio ya tenía impreso el nuevo nombre. Sonreí.
Le dije que no faltaba mucho para la inauguración y prometí avisarle apenas tuviéramos una fecha.
Me miró a los ojos. Miré el salón y después sus ojos. No era la primera vez que entraba pero sí era mi primer visita como vecino. La chica se levantó de su escritorio. Tenía las piernas bronceadas en forma muy pareja. Su pollera era más corta que la de las demás empleadas. Miré a las demás empleadas. Tenían más años, más trabajo, y no tenían tiempo para relaciones públicas.
La chica volvió con un tipo. Nos presentó. Nos dimos la mano. Me hizo pasar a su oficina. Era uno de los jefes. Tenía un reloj enorme. Estaba contento por lo del restaurante. También había visto el vidrio impreso. Nos sentamos.
Dijo que se moría por el sushi y que se reunía con sus amigos a comer sushi.
De un cajón sacó un álbum de fotos. Me lo pasó. Lo abrí. Miré las fotos. Le sacaba fotos a sus sushis.
Lo invité a la inauguración. Le encantó la idea. Me miró a los ojos. Miré la decoración de la oficina y después sus ojos. Sonreímos.
Seguí mirando el álbum de sushis. Nigiri sushi, norimaki sushi, sobre platos negros y rojos. Algo de tempura, blanco y crocante, también muy bien acomodado sobre hojas de lechugas. Teriyaki y sashimi, gyozas bien doradas en la base.
Levanté la vista aunque seguí con el álbum de sushis abierto. Le dije:
Antes de los restaurantes, me dediqué un tiempo a exportar pescado al Japón. Los japoneses se mueren por los pescados de nuestros ríos.
Qué interesante, dijo.
Miré la próxima foto de sushi. No le dije que los pescados iban rellenos de cocaína.
Qué pasó con eso, preguntó.
Miré la oficina. Me acomodé en la silla. Apoyé los codos en el apoyabrazos e hice un triángulo uniendo los dos índices y los dos pulgares. Lo miré atravesando la vista por ese triángulo.
Unos yakuzas intentaron estafarme, dije.
Se mostró mucho más interesado.
Con esa gente hay que tener cuidado, dijo. ¿Qué pasó al fin?
Di vuelta otra hoja del álbum de sushis. Miré al tipo. Era un de esas personas con mundo que se interesan por todo de buena manera. No al estilo René, metiéndose y arruinando todo hasta que no queda otra cosa que sacarlo del medio a tiempo.
Me di cuenta justo a tiempo y dejé de hacer negocios con ellos, dije.
Menos mal, me contestó. Suerte que no sea fácil engañarnos. Los que vivimos en este país, lamentablemente estamos muy acostumbrados a cuidarnos de todo.
Sí, dije. Al principio pensé que eran gente decente. Con tatuajes de dragones y esas cosas, pero decentes. Hasta que un día fuimos a comer un asado, querían probar la carne de la que tanto habían oído hablar.
Pasé otra página del álbum. Me acomodé en la silla. Seguí:
Tengo que confesar: me equivoqué con el lugar para el asado. Tenía buena fama y estaba bien arreglado, pero la carne la servían dura y recalentada. Pero me disculpé y empezamos a comer igual. Teníamos hambre. El hecho es que ninguno de los dos japoneses podía cortar la carne sin hacer un gran esfuerzo. Nos miramos con mi socio, prestamos atención, y nos dimos cuenta de que de los diez dedos de cada uno de ellos, dos en cada mano, eran de silicona.
El tipo se quedó pensando. Mi relato lo asombraba más a medida que avanzaba, pero seguía a tono con la situación.
Claro, dijo. Típico de la mafia japonesa. Cuando siente que han hecho algo deshonroso se cortan ellos mismos un dedo.
Sí, dije. En fin: Íbamos a dejar de hacer negocios, pero llegamos a la conclusión con mi socio de que si pagaban, estaba todo bien. Nosotros solamente comprábamos los pescados en un criadero, nada de sacarlos del río y de no respetar los tamaños de las piezas…
Mi nuevo amigo hizo señas como diciendo por supuesto, todo por derecha.
Seguí:
Después los llevábamos a un lugar donde le practicábamos el proceso de ahumado. Teníamos un experto en eso. El tipo sabía realizar una combinación de maderas y de hierbas perfecta. Conocía qué material le daba brillo, cuál sabor, y todo pasaba a través del humo. Increíble.
El tipo se acomodó en su silla. Dijo:
El proceso de ahumado es algo realmente muy interesante. Es una técnica antigua.
Milenaria, dije.
Nos acomodamos en nuestras sillas de nuevo. El tipo me miraba. Al rato dijo:
Así que la materia prima era de primera, la elaboración del producto aún mejor, pero los socios no estaban a la altura de las circunstancias.
Exacto, dije. Pero un samurai que se preocupa por adelantado de todas las situaciones y soluciones posibles, es sabio. Llamamos a Japón usando un traductor. Después de varios intentos dimos con el jefe de los jefes de esos yakuzas. Un viejo de noventa años que no conocía el mundo más allá de su isla. Nos explicó sinceramente como era la cosa: la organización estaba en decadencia. Muchos arrepentidos con nuevo nombre y nueva cara. Poca gente joven con capacidad para los negocios. Muchos pendejos pelotudos. Estos dos justamente, eran unos desertores que querían hacer negocios por su cuenta, usando los contactos de la organización en Sudamérica. Pero el viejo nos aclaró: tan tontos como peligrosos. Después dio su palabra de que todo iba a salir bien si hacíamos el negocio directo con él. Y cumplió.
No le conté nada sobre cómo terminaron los dos yakuzas desertores: destripados con sus propios sables de samurais. Aunque tuve ganas de hacerlo. El señor gerente era un buen escucha. No se asustaba fácilmente. Como sí lo hacen otros tipos con un trabajo aburrido, al sospechar que el mundo no termina en la esquina.
Tampoco le conté que me quedé con uno de los sables. Uno de mis bienes más preciados, que tan bien hubiese quedado en una foto al lado de sus sushis.
Cerré el álbum y lo dejé sobre el escritorio.
El tipo me seguía mirando. Creo que su interés no pasaba sólo por saber más sobre exportación de pescado. No lo culpo. Esa mañana me había peinado para atrás con un producto que guardaba para ocasiones especiales.
Entró otro a la oficina. Más viejo, vestido con un traje más caro. Era el gerente del banco. El de los sushis nos presentó. Le explicó que yo era el nuevo dueño del restaurante. Se rieron. El nombre les daba gracia porque conocían la historia del griego. La real y la de la película.
Me reí con ellos, poniendo cara de pícaro.
El gerente se fue sin decir demasiado. Trajeron café. La mirada del tipo empezó a molestarme. Seguí sonriendo. Terminamos el café. Le dije que me tenía que ir, que el café automáticamente me daba ganas de ir al baño. Nos reímos. Me ofreció el baño. Caminamos por un pasillo. Abrió una puerta de madera y otra de rejas. Pasamos por al lado de la caja fuerte. Atravesando otra puerta de madera entramos al baño. El tipo entendió que se estaba dejando llevar por sus impulsos y salió. Me lavé las manos. Me acomodé el pelo. Salí, volvimos por el mismo camino y nos sentamos en su oficina.
Sentí ruido de aros golpeando contra un cuello y de tela rozando un muslo bronceado. Estaba muy atento. La empleada del principio entró con unos papeles. Me miró. Sonrió.
Dije que me tenía que ir.
El tipo trató de retenerme mostrándome otro álbum de fotos.
Le dije que lo dejábamos para otro día.
La empleada me acompañó hasta la parte de adelante. Me puse los lentes de sol. Salí. Miré la entrada de El cartero llama dos veces. El sol se había corrido y ya no había sombra alguna sobre el frente."


http://www.sosrioparana.com.ar

30.11.06

No sólo recetas, también podés recibir consejos sobre cómo cuidar el departamento de un amigo:

“Si ya está cansado del lugar donde vive desde hace unos meses, aproveche la oportunidad y meta todas tus cosas en cajas y déjelas en la casa de su madre. En un par de bolsos ponga lo que va a necesitar para esos días: ropa, elementos de higiene personal, su sable de samurai, su hacha de cocina. Después de eso, llévele las llaves al dueño del lugar donde alquila. Mándelo a la mierda. Nunca mandó al plomero a que solucione los problemas con la ducha, ni al electricista, y el tipo que mandó a solucionar las goteras, hizo que se llueva peor.
Su amigo vive en uno de esos edificios antiguos, de departamento enormes, con techos altísimos, y pisos que brillan por sí solos. No le tocó uno de esos departamentos, alquila uno pequeño en la terraza. Un lugar que se construyó para que viva el portero. El portero no vive allí, así que su amigo consiguió ese departamento a buen precio, y se da el lujo de vivir en uno de los edificios de más categoría de la ciudad. Así es su amigo. La imagen no es poca cosa para él.
Pague el taxi. Abra la gran puerta principal. Atraviese el pasillo central mirándose en el enorme espejo. Tiene esos ascensores con rejas y dos puertas, una abre de un lado y la otra del lado contrario. Accione el botón que dice azotea. Si alguna de las señoras del edificio viaja con usted y lo mira raro porque no lo conoce, explíquele por qué está usted allí. Invéntele un parentesco con el dueño del departamento que va a cuidar usando palabras como yerno, o cuñado, eso le va a gustar. Ábrale la puerta cuando ella llegue a su piso, y salúdela amablemente.
Atraviese la terraza y llegue hasta el departamento. Elija la llave correcta. Si se equivoca se puede trabar la cerradura y tendrá que llamar a un profesional para entrar.
Su amigo se fue el día anterior, pero el gato seguramente estará hambriento, y asustado. Déle de comer. Hágale ver quién es el que manda. Una buena patada a tiempo puede evitarle problemas en el futuro.
Lleve sus cosas al cuarto y acomódelas donde pueda. Tienda la cama. Lave los vasos sucios que quedaron en la cocina. Chequee los víveres que puedan haber quedado y no van a durar hasta que los dueños regresen. Prenda el aire acondicionado si hace calor; al fin, usted le está haciendo un favor a su amigo, y no se va a privar de cosas elementales.
Si su amigo no es muy confiable, hace tiempo que no lo ve, y ya ha tenido problemas por su culpa: busque restos de drogas, armas, o cualquier cosa que lo pueda comprometer. Si encuentra drogas, consúmalas o guárdelas mejor. Si encuentra armas, escóndalas en la terraza entre las plantas; es un espacio de todos y puede negar que tenga algo que ver con eso llegado el caso.
Limpie lo más que pueda y llame alguna chica que tenga en vista y dígale donde está viviendo. Seguro en unas horas va a estar allí. No le diga que ocupa el departamento del portero por el momento.
Saque las fotos de su amigo y la novia. Prepárese algo de comer. Espere. No le gusta esperar, pero no le queda otra alternativa. Mire por al mirilla de la puerta la terraza, si quiere; pero no le va a servir de nada a menos que ella llegue en helicóptero, y vea las aspas agitar los geranios medio marchitos, los lazos de amor, y los cables de teléfono. Siga esperando. No trate de mirar por la ventana. El departamento de la terraza da a la calle, pero debajo del balcón está el gran alero del edificio; puede mirar la ciudad si quiere, pero no puede mirar lo que ocurre debajo. A lo lejos ve una avenida y reconoce entre los vehículos que pasan cuál de ellos es un taxi. Calcula las posibilidades de que uno de esos taxis sea ella, pero es una entre millones.
Abra y cierre cajones. Mire algunas fotos. Si en una de ella se encuentra usted, diviértase un rato: usted y su amigo a los dieciocho años, tocando e una banda punk, un público selecto los mira. Casi no recuerda ese día ni cómo se llamaban las pastillas que habían descubierto en esa época. Sólo sabe que eran del tamaño de una lenteja y de color claro. Guarde la foto. Siga buscando. Es la única foto que su amigo tiene de usted. Siga esperando.
Si la chica llama y dice que está atrasada, aproveche para ir al baño. Su amigo dejó un par de revistas. Ojee una: armas. Ojee la otra: armas. Tire un poco de desodorante de ambientes. Tiene ganas de seguir en el baño, algo no le ha caído bien. Si siempre le pasa lo mismo cada vez que espera, tómeselo con calma, nada raro está pasando. Siga en el baño ojeando las revistas. Tome otra: mujeres. Prepare el terreno. Hay una parecida a la que está esperando, o eso cree. Es su día de suerte, pero no llegue a mayores. No se quede sin energía antes de tiempo.
Cuando calcule que la chica está por llegar, baje y espérela en la puerta. Si hace tiempo que no la ve, no trate de reconocerla entre la gente, ni dentro de los taxis que paran. Si cuando la ve, le parece que la recordaba distinta, no trate de confirmar si se trata de la persona que usted creía o no. Eso no es importante en este momento. La revista de su amigo puede haberlo confundido un poco.
En el ascensor haga como si nada, como si fuese normal para usted vivir en un lugar así. Después de todo, cuando lleguen al departamento de la terraza ella entenderá mejor las cosas. Se desilusionará un poco. Pero no es grave.
Si la chica está de buen humor, contágiese y averigüe: en esos días ella se encontró con un amigo, que usted también conoce, que conoce a un tipo que es secretario de un político, y tiene un negocio para todos. Cocaína. Mucha.
Ella le va a decir que les dio la dirección de donde iba a estar y que cree que van a llegar en cualquier momento.
Bésela y llévela al cuarto antes de que lleguen. Llévela también al baño si su amigo y la novia de su amigo, antes de irse, lo dejaron con esa idea. Recostado en la cama, consiga más información.
Dígale que no le parece buena idea atender cuando suene el timbre.
Si le responde que a ella sí le parece buena idea, no discuta. Ella se muere por esa droga y sobre todo si es gratis. No trate de cambiarla, es imposible. No se le ocurra echarla enseguida tampoco. Usted está cansado de su trabajo decente, y quiere ver de qué se trata el negocio del amigo de su amigo, y ella aún le sirve.
Espere. La espera acompañado es mucho mejor que la espera en solitario.
Cuando suene timbre abra desde ahí mismo. No se deje ver tanto por el edificio.
Salude al tipo que conoce y salude al otro también.
Este otro trae un bolso de mano. No le pida que lo deje donde usted quiera, no lo va a hacer por ahora.
Siéntense los cuatro en la mesa y diviértase viendo cómo el tipo que conoce y la chica, no soportan la espera.
Si la chica abraza al del bolso y el del bolso lo mira para ver qué hace usted, no se haga el novio de la chica, ni nada de eso.
Su amigo dejó cervezas en la heladera, abra una y dele a cada uno un vaso limpio. Si en algún momento se da cuenta de que el tipo del bolso cree que usted es un tonto, que puso su departamento para que ellos se diviertan, no haga nada. Métase en ese papel de estúpido y espere.
Si varias horas más tarde el del bolso y la chica están en el cuarto, y usted se quedó con el otro en la mesa, y este no para de hablar y de contar cosas que no le interesan, piense seriamente en echarlo. Si usted no hace lo que debe hacer a tiempo, más tarde puede ser muy tarde.
Si en ese momento, al tipo que está con usted en el living le da un ataque de epilepsia, sosténgalo para que no se golpee contra los muebles. No llame a una ambulancia, va a tener que decirles la verdad y su amigo que está de viaje no lo va a perdonar. Recuerde que hacía tiempo que no se veían y que él igualmente confió en dejarlo al cuidado de su departamento.
Cuando se le pasen las convulsiones acuéstelo en el sillón y llame a la chica y al tipo del bolso. Recuerde que ella le contó que el del bolso trabaja con un político, eso quiere decir que el tipo sabe cómo arreglar algunos problemas.
Si la chica no quiere dejar la cama porque cuando lo intenta se cae, déjela ahí mismo. Si el del bolso está tan paranoico que quiere irse, con el bolso, y dejarlo con todo ese lío a usted solo, golpéelo con algo contundente. Evite hacerlo sobre la alfombra de la novia de su amigo. Si no puede evitarlo, comience a pensar en un buen producto limpiador.
Si su amigo regresa en ese momento va a tener problemas, tiene a una chica muy drogada en el cuarto, a un tipo reponiéndose de un ataque de epilepsia en el sillón, y a otro desmayado en el suelo, con la cabeza rota, junto a un bolso repleto de cocaína, y tiene la alfombra de su amigo con sangre; pero su amigo está muy lejos, con su novia, frente al mar, y es casi imposible que regresen justo en ese momento. Tiene tiempo. Llegó la hora. Ponga la música un poco más fuerte. Abra uno de sus bolsos. Saque el sable, un cable de acero, un hacha de cocina. Cuando todo termine cuente con su gente de confianza. Lávese las manos. Tome el teléfono.”

22.11.06

San Jorge




"Salimos del cuarto de Nico. Dándole un golpe cariñoso a Pedro le dije:
Prefiero un tipo a caballo, matando a un dragón con su lanza, que a uno colgado de una cruz."