sinplan

Recetas fáciles. Una novela. Un restaurante: "EL cartero llama dos veces". Listas de ingredientes y forma de preparación. Un amigo de la infancia y socio. Un griego muerto. Una mujer con dinero. Un ex actor porno. Un sicario. Cocaína y otras drogas. Un plan.

11.10.09

terrazas repletas de ropa secandose al sol

Antes de volver a casa llamo por teléfono a Verónica desde un bar donde desayuno un café enorme con dos medialunas. Cuando Verónica atiende lo único que hago es quedarme callado sin saber qué decir. Pero ella insiste: quiere saber quién está llamando. Por fin le digo que me alegra saber que no se unió a la moda de los suicidios. Se ríe y me agradece la preocupación. Le cuento lo de la caída y me demuestra que está preocupada y siento ganas de que me invite a su casa, pero no lo hace. Entonces le pregunto si puedo pasar un rato a tomar un café. Me pregunta si recibí sus mensajes. Le digo que sí, pero que no podía aceptar sus invitaciones porque estaba trabajando en el libro de siempre y en una crónica sobre los suicidios para una editorial muy importante. Me pregunta si estoy enojado con ella. Le contesto que unos días atrás sí estaba enojado, pero que después del golpe entendí algunas cosas. Nos reímos.

Son las doce del mediodía cuando entro al departamento de Verónica.
Son las doce quince en el reloj de la mesa de luz, cuando estamos fumando tirados en la cama.
Son las doce y veintidós en el reloj de la mesa de luz cuando le estoy sacando la ropa de entre casa que tiene puesta: un short rojo, una musculosa amarilla, no lleva corpiño. Está tan quemada por el sol que cuando queda completamente desnuda parece que todavía tiene puesta la ropa interior. Como antes que yo llegue estuvo en el balcón arreglando unas macetas y tomando sol, su piel está aceitosa por el bronceador y tiene un olor que me gusta y que me hace acordar a otros veranos, pero a ninguno en especial.
Verónica me baja el pantalón y los calzoncillos y, sin sacarme la ropa del todo, deja de contarme sobre el suicidio de Imabel. Enciendo el ventilador tratando de no interrumpirla en nada, y vuelvo a pensar en la crónica sobre los suicidios y en la cantidad de cosas que me distraen todo el tiempo. Trabajo un rato para la crónica: Imabel era la única hija de un escritor de novelas policiales al que conozco desde hace algunos años, cuando leí su único libro editado y quise conocerlo y toqué el timbre de su casa y ya tenía un whisky en la mano. Eran las once de la mañana de un día de semana muy frío.
Besando la boca de Verónica pienso en si alguna vez voy a ser capaz de escribir una crónica seria sobre los suicidios.
Nos vestimos a medias y salimos al balcón. Verónica me cuenta que hasta ahora solo perdió a esa amiga - se refiere a Imabel -, que su viejo la llama todo el tiempo desde que aparecieron las noticias de los suicidios para ver si está bien, que su madre se fue a vivir a Venezuela con un tipo y que ya no llama, que la semana que viene es su cumpleaños, y que piensa llegar a los diecinueve. Nos reímos.
De pronto me siento un poco mejor, trabajando otra vez para el libro. Miro la ciudad desde ese séptimo piso: los demás edificios, los techos de las casas bajas ardiendo, las calles desiertas a esa hora, el río de fondo que se ve claramente, sin esfuerzo, desde el lugar donde estoy sentado.
Verónica vuelve de la cocina con un vaso de Sprite con hielo y se sienta en mis rodillas. Tomo un trago y le devuelvo el vaso.
Me pregunta si realmente no estoy enojado por lo del malabarista. Le contesto que la verdad es que no, que los malabaristas no me caen bien pero que ese parece un buen tipo, y que ella puede hacer de su vida lo que le dé la gana. Me dice que le parece que sí estoy un poco enojado, y que le gustaría que esté un poco enojado. Le digo que sí estoy un poco enojado, pero que vengo de salvar mi vida por milagro y que estoy viendo las cosas un poco distintas, y que además tengo que trabajar para una editorial importante.
Son las dos cuando estamos dentro de la bañera besándonos y, como no es muy grande, no queda otra que estar uno encima del otro todo el tiempo. Hacemos el amor bajo el agua que tiene una película de aceite en su superficie por culpa del bronceador que despidió su piel.
Volvemos a la cama. Estoy cansado, un poco por la caída libre y otro poco por la siesta con Verónica. Nos dormimos desnudos con el ventilador encendido.
Cuando nos despertamos en el cuarto hace más calor que antes. El sol giró y calentó la pared que está al lado de la cama.
Salimos al balcón, donde ahora hay sombra, y destapamos una cerveza. Aprovecho el frío de la botella y la coloco sobre una mancha negra en mi espalda, que no me duele tanto, pero molesta. Como sólo lo soporto unos segundos me doy cuenta de que lo que necesito es otra cosa. Entro al baño y saco varias aspirinas del botiquín y vuelvo al balcón y las bajo con un trago de cerveza, mirando la ciudad y el río de fondo, y pensando en que tengo que empezar a trabajar seriamente para la crónica de una vez por todas.

1 Comments:

  • At 6:11 a.m., Anonymous Anónimo said…

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    semelokertes marchimundui

     

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